7 de agosto de 2011

Carta a los peregrinos a la JMJ

Cuando observo la frenética actividad de estos días con los preparativos en torno a la JMJ, no puedo evitar el recuerdo de mi experiencia como joven peregrino a otra Jornada Mundial de la Juventud, y un extraño sentimiento de nostalgia y sana envidia.
En 1989, más o menos por estas fechas, acudí a la convocatoria de Juan Pablo II en Santiago de Compostela para la celebración de unas jornadas que aún no tenían ni el formato ni la dimensión que tiene la llamada a la que acudís vosotros y vosotras en estos días. La jornada en aquella ocasión giró alrededor del «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6) y supuso para mí una experiencia de Iglesia que no olvidaré nunca.

Compartí esta experiencia con otros jóvenes de la Diócesis de Granada. Entonces era yo el más niño de la expedición, con 15 años, y la mayoría de ellos eran estudiantes con pocos recursos y gente trabajadora, por lo que sólo pudimos participar en los últimos días del evento. Nos dimos un palizón de aupa en autobús desde Granada hasta Santiago por las carreteras de entonces (nada de autovías), y tuvimos que dormir en aquellas tiendas que instaló el Ejército en el Monte del Gozo, en las afueras de la ciudad. Unid eso a una gastroenteritis de caballo que cogí y que me mantuvo con una dieta de Coca-Cola durante tres días y entenderéis que no fueron precisamente unas vacaciones, pero aún hoy el olor de los helechos me recuerda aquellos días gratamente, porque me huelen a aquellos sobre los que dormimos (o lo intentamos). Y es que, sin duda, como vosotros mismos vais a comprobar pronto, no son días de fijarse mucho ni en dónde duermes, ni si duermes, ni en lo que comes, ni si comes, sino de fijarse en todo lo que pasa a tu alrededor, en vivir una experiencia eclesial única.
En aquella época Don Fernando Sebastián era arzobispo coadjutor de la diócesis de Granada, y fue quien nos acompañó en las jornadas. Era la primera vez que yo veía a un obispo de cerca, así que imaginaros qué experiencia la de comer con él nuestra tortilla de patatas rancia y beber con él el agua recalentada de las botellas de plástico, la de patearnos la ciudad entera mientras nos contaba todos los entresijos de la historia de Santiago, de la motivación de Juan Pablo II con las jornadas, de la importancia de la juventud en la Iglesia, de la necesidad del espíritu joven en medio de este mundo. Y a cada paso una lengua distinta, una cultura diferente, una piel de un color desconocido, gente y más gente de todo el mundo a la que te sentías inigualablemente unido por la fe en el Señor.
La culminación de aquellos días fue la misa celebrada por Juan Pablo II en el Monte del Gozo. Duró horas, pero no nos sobró ni un minuto. Recuerdo especialmente que en un momento dado, harto ya de tanto aplauso y de tanto “Totus tuus” (ya sabéis que los españoles somos muy dados a la farándula y a la fiesta), nos recriminaba medio en broma que no habíamos ido hasta allí a aplaudir al Papa, sino a alabar a Cristo.

Todos estos recuerdos me vienen ahora que vosotros estáis a punto de partir, y espero de corazón que también traigáis grabados en vuestros corazones vivencias que no olvidéis nunca. Creo sinceramente que hay tantas y tantas actividades que se están organizando (muchas más que entonces, me da la sensación), que va a ser difícil que no sea así. Empaparos de cada instante, aprovechad cada segundo, disfrutad estos días del sentimiento de sentirse católico (universal) y, no lo olvidéis, pensad que esta experiencia es un privilegio que tiene que dar fruto a la vuelta: “arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe”, tenéis que ser testigos de todo lo que encontréis allí cuando volváis aquí a vuestro instituto, a la facultad, a vuestro puesto de trabajo. Que así sea.

Antonio José Sáez Castillo