20 de marzo de 2011

XXXI Aniversario del Martirio de Monseñor Óscar Romero

CONMEMORACION DE LOS XXXI AÑOS DEL ASESINATO DE MONSEÑOR OSCAR ROMERO

Conmemoramos el XXXI Aniversario del asesinato-martirio de Monseñor Oscar Arnulfo Romero. Tres décadas después podemos decir con certeza que su profecía se cumplió: callaron su voz, pero no lograron silenciar su palabra... “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”, dijo cuando arreciaban las amenazas de muerte y él empezó a asumir la posibilidad de una muerte violenta como la consecuencia lógica de su compromiso.


Monseñor Romero resucitó y sigue resucitando entre los pobres del mundo y entre las gentes solidarias que luchan por su liberación. La voz de Romero hoy resuena en los anhelos de justicia, dignidad y vida de los pueblos crucificados y su lucha continúa en los esfuerzos de quienes apuestan por “descenderlos” de la cruz. ‘Monseñor Romero sigue denunciando el “ninguneo” y la exclusión que sufren quienes les ha tocado vivir en el reverso de la historia por parte de los poderosos y su dios-mercado, a través de quienes no se resignan a los axiomas de la globalización y creen que otro mundo es posible.

Muchas veces a lo largo de estas tres décadas, hemos preguntado qué tuvo de especial este hombre para ser desde hace 30 años (Lino) de esos muertos “que nunca mueren”. Monseñor Romero no ha sido, por supuesto, ni el primero ni el último de los cristianos asesinados por defender la causa de los pobres, ni tan siquiera el único obispo. Otros han sido para nosotros referencia evangélica por sus posicionamientos, sus denuncias, sus gestos y su palabra profética, e incluso su martirio, desde Sergio Méndez Arceo, Leónidas Proaño o Hélder Cámara, hasta Enrique Angelelli, Alejandro Labaca o Juan Gerardi. Entonces, ¿qué tiene de especial Monseñor Romero para haber adquirido un carácter tan universal? ¿Por qué razón ha generado un caudal de solidaridad que, lleve su nombre o no, trata de ser fiel a su inspiración evangélica y su memoria?

María López Vigil responde con estas palabras:
Monseñor Romero es el símbolo de un puñado de años inolvidables, de una época gloriosa vivida en este rincón del planeta. Pasarán los tiempos y él, como un icono, representará a la Centroamérica de aquel momento único. Y lo hará cabalmente

Es cierto, Romero fue asesinado en un momento en el que las circunstancias hicieron que los ojos del mundo se volvieran hacia Centroamérica y se generara una explosión de solidaridad como nunca antes se había dado. Eran los tiempos de la represión y la tortura, la violación sistemática de los derechos humanos, el terrorismo de estado, la intervención norteamericana y la guerra abierta en El Salvador, los acontecimientos de la embajada de España en Guatemala o los estertores de las dictaduras en Chile y Argentina. También fueron los tiempos de la revolución nicaragüense la organización popular y el nacimiento de una nueva forma de ser Iglesia a través de las CEB. Romero se convirtió en un símbolo de la nueva conciencia de los cristianos ante estas realidades y de su participación y compromiso en estos procesos populares y en las causas solidarias que surgieron a partir de ellos.

Sin embargo, la herencia de Romero no es una foto fija de un momento que ya pasó. Como dice Jon Sobrino no podemos convertir a Monseñor Romero en una imagen, sino en algo vivo que nos hace pensar y comprometernos.

Aunque, por desgracia, siguen existiendo gravísimas injusticias en nuestro mundo, la situación de Centroamérica, de América Latina y del mundo en general, no es la misma que la que vivió Romero. Por eso nuestra actitud hoy debe ser actualizar su mensaje y su palabra ante los desafíos que presenta la realidad actual, intentando comprometernos y actuar como él lo haría.

Para nosotros, y para todos los creyentes que vemos en él un estímulo para renovar y profundizar en nuestra vocación cristiana y para toda la Iglesia, hacer memoria de Monseñor Romero nos exige reflexionar y preguntarnos la manera de renovar la exigencia de proseguir su causa liberadora.

Un ejemplo de ello ya lo dieron quienes prepararon la eucaristía de su funeral el 30 de marzo de1980, cuando decidieron que la primera parte de la homilía fuera un comentario de las lecturas bíblicas y que la segunda comenzara así: “y ahora, vayamos a los hechos de la semana”, como tantas veces hizo Monseñor en sus homilías dominicales. Ese era el mejor homenaje que podía hacérsele, no hablar sobre él, sino hablar como él, continuar con su palabra profética. Lástima que otros también quisieron contribuir a la tradición, continuando con las masacres y aquella homilía nunca llegó a pronunciarse pues la celebración en la catedral fue disuelta entre tiros y explosiones.

La tradición de Monseñor, viva su memoria, como en el caso de Jesús de Nazaret, no es admirarle mucho y recordar anécdotas; no es citar sus homilías; no es, desde luego apropiarnos de su figura o manipularla, como si la gracia y la verdad tuvieran dueño, sino continuar prestando adhesión a la misma causa por la que el vivió dio la vida. Y hacerlo con nuestra mirada, nuestra inteligencia y nuestro corazón puesto en las realidades del mundo actual y sus muchos desafíos. Es posible acercarse a la herencia de Romero, compartir su memoria y vivir, su espiritualidad transitando caminos diversos. Pero, dar un contenido real nuestra adhesión a su figura y su mensaje nos exige intentar creer lo que creyó, que Dios es el Dios de los pobres y los pobres son el pueblo de Dios; mirar la realidad como él la miró, analizando las causas de la injusticia con los instrumentos que nos da el conocimiento y las ciencias sociales; enfrentarse a la verdad de las cosas como él se enfrentó, sin miedo a las consecuencias; colocarse el lugar que él se colocó, es decir, desde los pobres y su sufrimiento; tratar a gente como él la trató, con cariño padre, pero con la confianza y la plena libertad que da el reconocimiento de libertad y la autonomía de los otros; denunciar la injusticia como él la denunció, con la certeza de que el mal tiene responsables con nombres y apellidos; rezar como él rezó, con la mirada puesta en Dios y el corazón en los pobres; construir la Iglesia como él la construyó, desde abajo, dando importancia a las personas y no a los ritos y a las jerarquías; contagiar esperanza como él la contagió, anunciando el Reino destinado a los que lloran y tienen hambre y sed de justicia.

Pero todo esto hay que hacerlo con la creatividad suficiente para aplicarlo a nuestra propia realidad, en la sociedad desarrollada de Europa, en las barriadas de América Latina o en los países africanos desangrados por la guerra y consumidos por el hambre. Por eso, debemos preguntarnos qué diría hoy Monseñor Romero, cuál sería su palabra profética sobre la globalización, el neoliberalismo, las migraciones, la corrupción, las reuniones del G-8, la evolución política de América Latina, la guerra contra el terrorismo, la destrucción medioambiental, la crisis económica...

Sin temor a equivocarnos, podemos asegurar que Monseñor Romero llamaría a los gobernantes del mundo a no ejercer su acción de gobierno a favor de las minorías privilegiadas y a poner en primer lugar en el orden del día de las conferencias y reuniones internacionales la suerte de los empobrecidos, Monseñor Romero pediría a los dirigentes de América Latina que abandonasen sus ambiciones personales y tics autoritarios y confiaran más en la organización popular y la democracia. Monseñor Romero les diría también que mirasen antes los intereses de su pueblo que los de los beneficios del capital transnacional cuando negocien acuerdos internacionales y de libre comercio. Monseñor Romero denunciaría la privatización de los servicios públicos porque está en juego la vida, la salud, la educación y el bienestar de los más débiles. Monseñor Romero recordaría a la Iglesia que, ante todo, debe ser fiel a Jesucristo y al proyecto del Reino de Dios y que hablar de Iglesia de los pobres no es una especie de herejía, sino devolver a la Iglesia a su verdadero lugar, construyéndola desde la base. También diría a la Iglesia que puede organizarse de manera más colegial y corresponsable, teniendo en cuenta las distintas sensibilidades de sus miembros. Romero volvería a gritar “¡cese la represión!” en cualquier lugar del mundo donde los derechos humanas fueran pisoteados. A norteamericanos y europeos nos animaría a compartir nuestro bienestar, a luchar por el derecho de cada persona a moverse libremente y a aceptar la riqueza que supone la diversidad. A todos nos recordaría que la tierra es nuestra madre y que estamos unidos a ella por lazos invisibles de interdependencia...

Ignacio Ellacuría en una misa al poco tiempo de su martirio, expresó el significado de la vida y el martirio de Monseñor Romero de la siguiente manera: “Con Monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador”.

En un mundo de mentiras, con Monseñor Romero pasó la verdad; en un mundo lleno de violencia y crueldad, pasó la reconciliación y la compasión en un mundo de trivialidad, pasó la firmeza y el compromiso; en un mundo de egoísmo, pasó el amor solidario. Los Comités Oscar Romero tenemos el compromiso de que Dios siga pasando por este mundo nuestro, tocando y transformando la realidad, como lo hizo en su momento a través de la palabra profética y la entrega hasta la muerte de Monseñor Romero.

NOTA: el articulo ha sido sacado de la revista OCOTE ENCENDIDO, del Comité Cristiano de Solidaridad Oscar Romero de Aragón. Está firmado por Fernando Orcastegui.

P.D. Desde el equipo del blog también queremos recomendaros el excelente reportaje que con motivo del XXX aniversario del martirio de Monseñor Romero se emitió en RNE. Podéis encontarlo en este enlace.